miércoles, 22 de junio de 2016

"La Mirada De Burt Lancaster en Atlantic City"

Un día más, o mejor, una noche más. Sentado en el sofá, con la casa sucia y todo liado. Otra noche que he intentado recuperar el tiempo que pierdo cuando es de día, como si no supiera vivir cuando el sol dirige los pasos de cualquier otra persona. Pero claro, no soy del todo normal, yo no soy así, lo aprendí hace demasiado tiempo, cuando sentía que todo el mundo crecía a mi alrededor mientras yo parecía ir menguando.

Ahora, con casi cincuenta y cinco años lo tengo asumido, no voy a ser nada especial para nadie, ni nadie va a intentar darme lo que de verdad necesito porque en el fondo nadie puede suplir las carencias del otro. Así que, esta imagen nocturna, casi sonámbula que se repite constantemente, es algo que ya no me sorprende, me dan las cuatro y las cinco de la mañana y luego intento dormir, a veces incluso veo como amanece a mi espalda, tras la ventana, entonces rápidamente me dirijo a la habitación y me envuelvo entre las sábanas intentando que el sonido desordenado que procede todas las mañanas desde la calle no me atrape.

Esta noche he visto de nuevo "Atlantic City", es una película que me tiene hechizado, la he visto cientos de veces y me sé el desarrollo casi milimétrico de cada escena, pero siempre hay algo que me sorprende: la mirada de Burt Lancaster, esa mirada caída que sin embargo a veces parece que se llena de esperanza, son ojos marcados por las arrugas, tan profundos que no hace falta que te cuenten nada para sentir que en el fondo ese hombre también está sufriendo.

A veces, cuando termino de ver la película y mientras aparecen los títulos de crédito, consigo anular mi pereza y me dirijo hacia el baño. Entonces choco mi rostro con el espejo, dejo por unos instantes que este se enfrente con todas sus modificaciones, que se enfrente con su infancia, con su perdida juventud, con su presente, y entonces veo mis ojos y no parecen ser ya los míos, son los ojos y la mirada de Burt Lancaster en "Atlantic City". Atuso mi gastado cabello hacia atrás, frunzo mis labios y dejo luego que estos se humedezcan con mi saliva; estudio mis orejas, mi nariz, los pelos de las cejas..., después dejo que el agua helada salga libremente por el grifo, y de la misma forma dejo que esta golpee mi nuca y que se deslice por mi cuello hasta notar que corta literalmente mi cabeza.
No hace falta sentirte tan extraño como yo para sentir de vez en cuando esa nostalgia que te invade cuando crees que todo se ha precipitado hacia abajo sin contar con tu opinión. Pude haberme casado y haber tenido hijos, e incluso si me hubiese esforzado podría haber tenido un digno trabajo que me ocupara todas las mañanas y parte de la tarde; podría, en definitiva, estar viviendo una mentira diferente, aunque dudo que esta atenazara tanto mis miedos como la que estoy viviendo.

En fin, podía intentar explicarme como he llegado a esta situación, en un cuarto oscuro, a las cuatro de la mañana, fumando cigarrillo tras cigarrillo y bebiendo vino, pero al fin y al cabo, poco importa ya porque no hay nada que me mantenga alerta, ni siquiera la posibilidad de no poder sobrevivir. Desde hace más de veinticinco años deje de preocuparme por buscar un trabajo que me permita por lo menos pagar el alquiler del piso, la comida y sobretodo el alcohol que consumo a diario. Físicamente no me encuentro mal pero sigo recibiendo una pensión que el estado dice que me he ganado por haber enfermado hace mucho tiempo. Se supone que las secuelas de mi enfermedad me acompañan a cada paso que doy pero si es así, yo no lo noto, quizás porque estoy más preocupado por mi enfermedad moral y mental que por cualquier otra merma física que todavía pueda seguir arrastrando.

Y esta subvención es una de las paradojas de mi vida, ese dinero que sale del bolsillo de aquellas personas que veo caminar por las mañanas hacia sus trabajos es el que me mantiene a mí alejado de esas preocupaciones económicas que ellos si llevan a cuestas. Debería respetarlos, debería apreciar el esfuerzo de mi país por mantener una persona tan insignificante como yo, sí, definitivamente debería de ser un tipo agradecido con el estado que me cuida y con esas personas que me alimentan. Y sin embargo, no las aguanto.

Sobretodo odio a las mujeres que yo llamo las mujeres con cara de pito, con esa cara que parece que todo se posa ante su mirada y esos labios que, por muy gruesos que sean, parecen siempre fruncidos. Están por todas partes, aunque salvo en contadas ocasiones te será difícil encontrarlas en los bares, ni más tarde de las doce de la noche, ni por supuesto paseando por calles más oscuras que sus propios temores. Te las encontrarás en el metro, intentando levantar a algún niño de un asiento para sentarse ellas, o en los centros comerciales, las verás apuntadas a organizaciones sociales y entre la masa levantarán el puño. Las mujeres con cara de pito son aquellas que creen luchar por un mundo mejor, que se creen más inteligentes que todos los que las rodean y que sin embargo se cuelan en la cola de cualquier supermercado.

Y luego, por otro lado están los hombres prepotentes que curiosamente se suelen casar con esas mujeres, y que al conocerse convierten dos rostros en una semejante expresión de idénticos gestos. Son ellos y ellas, poblando la tierra con sus cejas podridas, envenenando el curso lógico de las cosas con la falsa garantía que les da su percepción de todo a través de la utilización única de su propio ego, de tal forma que han terminado por corromper la naturalidad de vivir y, lo que es peor, la posibilidad de morir. A veces pienso que soy como ellos, cuando voy en el metro, cuando doy un punto de vista, cuando después de emborracharme me doy cuenta que la realidad puede ser o dejar de ser, y entonces siento pánico, es entonces cuando me quedo toda la noche despierto con el deseo de que si me tuviera que cruzar con ellos mis ojeras puedan distinguirme de los hombres prepotentes y de las mujeres con cara de pito.

La soledad es el precio que pago por no querer mezclarme con la gentuza que se mueve por las calles, a veces pienso que algún día llegará mi momento, ese instante que les hará ver a todos esos que arrastran sus pies sobre nuestros cadáveres que ya no son nada, y que el mundo les ha dejado de pertenecer, mientras tanto por lo menos siguen pagando mi pensión y si me vieran se sentirían orgullosos de proteger y alimentar un enfermo que se pasa la vida recluido en la oscuridad de su apartamento.

Así, las noches se acumulan una tras otra, a veces no sé ni siquiera en que día vivo. La televisión y las películas suelen ser mi mejor pasatiempo, a veces suelo ver varias seguidas. En otras ocasiones, dejo que los recuerdos me entretengan e intento que la nostalgia invada por unos momentos esas horas que se repiten sin más, como si estuvieran esperando que algún día tenga la fuerza necesaria para que ese viaje sin regreso del que tanto hablo conmigo mismo y que merodea constantemente por mi cabeza se convierta en algo que dé sentido finalmente al ciclo de una vida que se abre cuando mis ojos se despiertan de la confusión, o del sueño, que para mí es lo mismo.

Cuando necesito de la nostalgia acudo a mis libros de fotos. En estos puedo ver algún pasaje de mi vida en los que por lo menos parecía feliz, aunque solo lo intuya por la sonrisa que en algunas de estas florece de mi boca, pero en realidad no recuerdo ningún momento de mi vida en el que por una u otra razón estuviera satisfecho conmigo mismo. Aun así, y viendo esos instantes del pasado, consigo engañarme a mí mismo.

Mis padres, mis hermanos, algunas noches de borracheras con amigos que he ido apartando de mi lado, alguna novia, y algún viaje que todavía guardo en la memoria se reflejan de esas fotos a mis ojos para intentar recuperar algo de mí mismo. A veces, no tengo más remedio que recurrir a los recuerdos para intentar sentirme, para lograr experimentar una cierta semejanza con los demás y para poder recuperar esa sensación de que en verdad mi soledad es lo que me distancia de todo lo que me rodea; de esa forma, y después de ver esas fotos, acepto la condena de que mis pensamientos puedan vagar libremente y relajo la ansiedad que a veces me produce mi soledad.

Otras veces, nada puede relajar esa ansiedad, ni las películas que me hacen vivir las vidas de otros hombres, ni las fotos, ni el vino, ni siquiera Burt Lancaster. Esas noches suelo salir de casa, cojo un autobús y me dirijo a un bar que está lejos de mi barrio, a una media hora andando que luego recorro de vuelta cuando las calles se quedan más vacías si cabe. Es un bar oscuro, de larga barra, en la que puedes tomarte una copa sin necesidad de tener que hablar con nadie, de hecho, la mayoría de los clientes que acuden entre diario no suelen abrir la boca salvo para pedir su consumición.

Suelo contar mis caídas neuronales por las veces que acudo a ese bar a lo largo de la semana. Bebo lentamente y fumo cigarrillos mientras intento evadirme de mi cuerpo, al que suelo castigar con una gran borrachera. Luego, de camino a casa, meto las manos en mis bolsillos, levanto el cuello de mi gabardina e intento sentirme como Burt Lancaster en "Atlantic City", de hecho siento que mi mirada es la suya, e intento imaginarme cuando me cruzo con alguien que soy un hombre peligroso, que en cualquier momento puedo tener una reacción que ni yo mismo podría imaginarme, de esa forma me siento más seguro de mí mismo. Quizás porque camino con la esperanza de otra persona.

Luego, hay noches que son más útiles que otras. A veces, cuando salgo por la mañana o por la tarde a comprar más bebida y algo de comida, paso por una tienda en la que reparan televisiones y radios. Cuando tienen mucho trabajo acumulado puedo llevarme algún cacharro a casa para que los arregle yo y de esa forma saco algo de dinero que luego suelo utilizar en comprar más películas en dvd. Esas son mis mejores noches. Pongo la radio y me dedico a arreglar meticulosamente aquellos aparatos hasta que llega el amanecer. Luego pienso que debería de renunciar a mi pensión y que debería de volver a buscar trabajo para mantenerme ocupado. Al día siguiente acudo al mismo bar de siempre, me emborracho, y pienso que no he nacido para trabajar, no podría soportar levantarme por las mañanas y mezclarme con esas mujeres con cara de pito y con esos hombres prepotentes que te miran por encima del hombro. Lo sé, y por eso me escondo, porque vivo sin agobios pero vivo con miedo.

Bueno, son ya las siete de la mañana, esta noche se ha estirado más de lo que suele ser costumbre. He visto tres películas, me he bebido un botella de vino y un Beefeater con cola, he comido media pizza mientras miraba a través de la ventana como lucían las estrellas, me he puesto a tono con un vídeo de Jane Fonda haciendo gimnasia..., y poco más, el resto se disuelve en pensamientos que como siempre no llegarán a ninguna parte, se pierden conmigo y yo me pierdo con ellos.

Así que, me levanto, apago la televisión y el reproductor de dvd, dejo la casa igual de desordenada que ayer, y me dirijo a la cama. Bajo la persiana y me aseguro que la puerta de la ventana está bien cerrada porque ya se empiezan a escuchar los sonidos de la mañana, me meto dentro de las sábanas y en mi mente vuelve a aparecer la mirada que Burt Lancaster paseaba por "Atlantic City" y, con esa imagen, que siento que es la mía, me quedo nuevamente dormido como si el día nunca hubiera transcurrido.

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